El cielo explota en color anaranjado, debe ser que Dios existe, que es onanista
y que tuvo un orgasmo sobre nosotros. Abajo el mar virgen moja una playa
kilométrica y sobre ella, el pueblo más bello del universo: El Cabo de la Vela.
El dueño de aquel atardecer surrealista está empotrado sobre el Atlántico,
en esta esquina tropical, allá en la punta de la nariz colombiana. El Cabo
continúa siendo el mismo. Nada ha cambiado desde que Agustin Bernier llegó
exiliado de Francia, después de haber luchado alguna de esas guerras corruptoras
de la historia.
El año en que el francés llegó al Cabo es un misterio, fue hace mucho, es
lo que dicen todos, fue también lo que me dijo Agueda Bernier, su dulce y sabia
nieta ya octogenaria, que me contó la historia de aquel resguardo Wayuu, etnia ancestral
que ha salvado el lugar de la intoxicación social y ecológica que produce el turismo
malsano, devastador, rechinante y reguetonero, que ha venido colonizando
nuestras costas.
“Bernier compró a mi abuela, ella se llamaba Remedios Barliza. Era una Wayuu
muy hermosa. Él se enamoró...y la compró. La cambió por muchas chivas y varios
metros de tela”
De aquel trueque nació Elva su madre, precisamente la abuela de Luz Merys y
Jeiny Palacios Bernier, los propietarios de las cabañas “ Faimag”, en bareque y
palma de cactus, que se alquilan frente ese mar infinito que me vigila mientras
escribo, colgado de esta hamaca que me arrulla.
Hay varias formas de llegar al cabo. Puede alquilar una Toyota de esas tan mafiosas
que asustan, contratar un tour con otras personas en la misma camioneta pomposa
y así se ahorra unos pesos.
O viajar como viajan todos los que son mayoría, en Rioacha coger un carro
público para Uribia y después irse en el platón de una de las Luv que reparte
los víveres en la rancherias.
Como espichan a muchos en las Toyotas, la ida y regreso en el platón vale
prácticamente lo mismo, pero en el platón conoce el desierto, las rancherías y
disfruta de una carretera alucinante repleta de cactus verdes e inmensos como policías de carretera. Se va
bien cómodo, recostado en los víveres, fresco con el viento cálido del Caribe y
no se tiene que enfermar con el aire acondicionado de ese féretro japonés con
ruedas y vidrios oscuros, en el que esos 100 kilómetros por hora, perseguidos
por una nube de tierra, no dejan ver nada.
Y así es que usted llega al Cabo. El usted es un decir. Porque aunque
cualquiera puede conocerlo, son selectos los llamados a disfrutarlo. Para gozar
del Cabo no hay edad, cualquier adolescente de 90 años lo logra y cualquier anciano, así tenga 25, lo va pasar
muy mal.
Sentirse bien en el Cabo de la Vela, está en la persona. Hay tantos a los
que les hace falta el mesero tomando la
orden, la caja registradora que suena cuando marca la hamburguesa o el timbre
del domicilio cada vez que llega la pizza grasosa empacada en colesterol, todos
ellos sufrirían con ese pescado frito, servido en plato de plástico. No se contentarían
con el menú escogido entre las olas, lo único, que junto a los camarones y la
langosta fresca, se consigue en todos los restaurantes del Cabo.
Solo hay uno con una carta más amplia: “Nomade Bar
Restaurante” propiedad de José y Andrés, un músico y un administrador de
empresas, que no podían definir cuál era el tipo de comida que servían en esa
acogedora choza pintada en verde y amarillo Jamaica, en la que Bob Marley se sentiría tan bien.
- Depende- contestó José.
-¿Depende? ¿De qué?- insistí confundido.
-De los voluntarios- respondió sin aclarar nada.
-¿Cómo así, de donde es el menú? – le dije tratando de obtener una
respuesta concreta.
-A ver Daniel, la cosa es así, tenemos un voluntariado internacional, de
jóvenes mochileros que viajan por el mundo que nos ayuda por temporadas en la
cocina...entonces depende- Se detuvo como si yo fuera un genio que todo lo entiende.
-¿Y? – contrainterogué, esperando aún una respuesta sólida.
-Depende de donde vengan los voluntarios que colaboran con la cocina y el Bar,
hoy son dos argentinas especialistas en
vegetariana, pero la semana pasada había comida israelí y hace un mes fue una rusa
la que llegó, y antes había un mejicano, y así....entonces, pues
depende....depende de donde venga el que vaya a cocinar.
Terminé entendiendo mientras me devoraba un par de tortillas integrales, con
un desmechado agridulce de vegetales buenísimo, que jamás podría probar en la
zona G.
Todos esos, los mismos que añoran esa indigestión de opciones gastronómicas
que ofrecen las calles repletas de semáforos, no se fijarían en ese atardecer
multiorgásmico, por andar pensando en que el baño hay que bajarlo con un balde
de agua de mar, que es la misma cantidad de agua dulce a la que uno tiene
derecho por día y que le sirve para sopearse el cuerpo y lavarse los dientes.
Ni se imaginarían raspando la marea, trepados en Kite Surf, ese deporte
alucinante que enseñan en Kite Addict
Colombia, una de las mejores academias del mundo, situada en aquel bello rincón
etéreo y que se practica sobre una tabla impulsada por una cometa que infla la
brisa furiosa.
Ninguno de ellos se le va medir a una cabalgata en bicicleta por el
desierto, ni mucho menos se internarían en él, para pedir hospedaje en una
ranchería Wayuu, ese pueblo mítico y digno que ha defendido este territorio que
para ellos es sagrado y que transpira tanta energía, que no le hace falta la
luz. Con los cables y los postes que lo decoran, le sobra a esas hermosas
chozas que crecen sobre la playa y que parece hubiera diseñado el océano.
Los postes de luz se ven bonitos y aunque por mantener el contrato vigente,
les siguen haciendo mantenimiento y cambiando el transformador, debemos, por
esta única vez, agradecer que la corrupción de Electricaribe, ha dejado al Cabo
sumido en la más exquisita y relajante oscuridad.
Lo que sí le hace falta al pueblo, lo único, es el agua. Los Wayuus necesitan
que empiece a fluir por el alcantarillado, que hoy es una garganta seca.
La hubo por unos días, hace años,
antes de que se dañara la planta desalinizadora por la que se pagaron millones
de dólares y que nunca volvió a servir. Es por eso que en el cabo los baños
tienen duchas, que solo son el ojo voyerista que nos observa cuando nos desnudamos
para bañarnos a totumadas.
Todo es auténtico en el Cabo. Y por eso quienes llegamos allí convencidos
de nuestra pequeñez, nos sentimos honrados, agradecidos, muy conformes y
felices de que la luz llegue todos los días a las 6 con el rugido de las
plantas de gasolina y que, por decreto indígena, se vaya a las 9. Y entonces
llega el silencio a hablarnos al oído. A enseñarnos. A contarnos porque la ciudad
es una alberca podrida, polucionada, repleta de rencores y envidias, en la que
se ahoga nuestra sociedad hipócrita, que tiene como salvavidas aquel materialismo
compulsivo y perpetuo, que viene siendo el yunque amarrado al cuello que la sumerge...hasta
el fondo.
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